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lunes, 26 de septiembre de 2022

El Cuento del Tejedor Que se robó A si mismo


Había una vez un joven tejedor llamado Ajib que se ganaba modestamente la vida como tejedor de alfombras, pero ansiaba saborear los lujos de los que disfrutan los ricos. Tras oír la historia de Hassan, Ajib atravesó de inmediato la Puerta de Años y buscó a su yo más viejo, quien, estaba convencido, sería tan rico y tan generoso como el Hassan más viejo.

Al llegar a El Cairo de veinte años más tarde, se dirigió al opulento barrio de Birkat al-Fil y preguntó a la gente dónde se encontraba la residencia de Ajib ibn Taher. Estaba preparado, si se encontraba con alguien que conociera al hombre y se fijase en el parecido de sus rasgos, para identificarse como el hijo de Ajib, recién llegado de Damasco. Pero no tuvo oportunidad de brindar su historia, porque nadie a quien preguntó reconoció el nombre.

Al final decidió volver a su antiguo vecindario y ver si allí alguien sabía dónde se había mudado. Cuando llegó a su antigua calle, paró a un chico y le preguntó si sabía dónde encontrar a un hombre llamado Ajib. El chico le indicó la antigua casa de Ajib.

—Ahí es donde vivía —dijo Ajib—. ¿Dónde vive ahora?
—Si se mudó ayer, no sé dónde —respondió el chico.

Ajib se mostró incrédulo. ¿Acaso era posible que su yo más viejo siguiera viviendo aún en la misma casa veinte años después? Eso significaría que jamás se había hecho rico, y que su yo más viejo no tendría ningún consejo que darle, o al menos ninguno del que Ajib pudiera sacar provecho. ¿Cómo podía diferir su suerte tanto de la del afortunado cordelero? Con la esperanza de que el chico estuviera equivocado, Ajib esperó delante de la casa y observó.

Al final vio salir de la casa a un hombre, y con un vuelco del corazón reconoció en él a su yo más viejo. Al Ajib más viejo lo seguía una mujer que el otro dio por hecho que sería su esposa, pero apenas se fijó, porque lo único que era capaz de ver era su propio fracaso a la hora de mejorar su posición. Observó consternado la ropa vulgar de la anciana pareja hasta que los perdió de vista. Movido por la curiosidad que empuja a los hombres a mirar las cabezas de los ejecutados, Ajib se dirigió a la puerta de su casa. Su llave todavía encajaba en la cerradura, así que entró. El mobiliario había cambiado, pero era sencillo y estaba deteriorado, y Ajib se sintió mortificado al verlo. ¿Después de veinteaños no se podía permitir siquiera unos almohadones mejores? Siguiendo un impulso, se acercó al cofre de madera donde normalmente guardaba sus ahorros y lo abrió. Levantó la tapa y vio que el cofre estaba lleno de dinares de oro.

Ajib se quedó estupefacto. ¡Su yo más viejo tenía un cofre lleno de oro, y aun así vestía aquellos ropajes vulgares y llevaba veinte años viviendo en la misma casita! Menudo rácano penoso debía de estar hecho su yo más viejo, pensó Ajib, si teniendo riqueza no la disfrutaba. Ajib siempre había tenido presente que uno no puede llevarse sus posesiones a la tumba. ¿Sería algo que olvidaría según fuese envejeciendo?Ajib decidió que semejantes riquezas debían pertenecer a alguien que supiera apreciarlas, y ese alguien era él. Quitarle a su yo más viejo sus riquezas no sería robar, razonó, porque sería él mismo quien las recibiría. Se echó el cofre al hombro, y con mucho esfuerzo logró traérselo a través de la Puerta de Años hasta El Cairo que le era conocido.

Ingresó parte de su recién encontrada riqueza en un banco, pero siempre iba con un monedero cargado de oro. Vestía túnica damascena, zapatillas de cuero y un turbante jorasaní adornado con una joya. Alquiló una casa en el barrio rico, la engalanó con alfombras y divanes de las mejores calidades, y contrató a un cocinero para que le preparase suntuosos manjares.

A continuación, fue a buscar al hermano de una mujer a la que deseaba en la distancia desde hacía mucho, una mujer llamada Taahira. Su hermano era boticario y Taahira lo ayudaba en su tienda. Ajib compraba de vez en cuando algún remedio a fin de poder hablar con ella. Una vez vio que se le caía el
velo y tenía unos ojos tan oscuros y bellos como los de una gacela. El hermano de Taahira no le habría consentido que se casara con un tejedor, pero ahora Ajib podía presentarse como un buen partido.
El hermano de Taahira lo aprobó, y Taahira misma consintió sin problemas, puesto que había deseado también a Ajib. Ajib no reparó en gastos para la boda. Alquiló una de las gabarras que flotaban en el canal al sur de la ciudad y celebró un banquete con músicos y bailarinas, tras lo cual le regaló a Taahira un magnífico collar de perlas. La celebración fue la comidilla de todo el barrio.

Ajib se regocijó con la alegría que el dinero les había traído a Taahira y a él, y durante una semana vivieron la más deleitosa de las vidas. Entonces un día Ajib llegó a casa y se encontró la puerta descerrajada y todos los objetos de plata y oro saqueados. El aterrorizado cocinero salió de un escondrijo y le contó que los ladrones se habían llevado a Taahira.

Ajib rezó a Alá hasta que, fatigado por la tristeza, se quedó dormido. Al día siguiente lo despertaron unos golpes a la puerta. Lo esperaba un desconocido.

—Tengo un mensaje para ti —le dijo el hombre.
—¿Qué mensaje? —preguntó Ajib.
—Tu esposa está bien.
Ajib notó el miedo y la rabia que se le acumulaban en el estómago como bilis negra.
—¿Cuánto queréis de rescate? —preguntó.
—Diez mil dinares.
—¡Eso es muchísimo más de lo que tengo! —exclamó Ajib.
—A mí no me regatees —dijo el ladrón—. Te he visto gastar dinero como quien vierte agua. Ajib cayó de rodillas.
—He sido un derrochador, te juro por el Profeta que no tengo tanto —dijo.
El ladrón se acercó más para mirarlo.
—Reúne todo el dinero que tienes —dijo— y tenlo aquí mañana a esta
misma hora. Como sospeche que te guardas algo, tu esposa morirá. Si creo que eres honesto, mis hombres te la devolverán. Ajib no veía otra posibilidad.
—De acuerdo —dijo, y el ladrón se marchó.
Al día siguiente fue al banco y sacó todo el dinero que le quedaba. Se lo dio al ladrón, que valoró la desesperación en la mirada de Ajib y quedó satisfecho. El ladrón cumplió su promesa y aquella tarde le devolvieron a Taahira.

Después de abrazarse, Taahira dijo:
—No pensaba que estuvieras dispuesto a pagar tanto dinero por mí.
—No sería capaz de encontrarle placer a la vida sin ti —respondió Ajib, y se sorprendió al darse cuenta de que era verdad—. Pero ahora lamento no poder comprarte lo que te mereces.
—No hace falta que me compres nada nunca más —dijo ella. Ajib agachó la cabeza.
—Siento como si me hubieran castigado por mis fechorías.
—¿Qué fechorías? —le preguntó Taahira, pero Ajib no dijo nada—.
Nunca te lo he preguntado hasta ahora, pero sé que no heredaste todo el dinero. Dime: ¿lo robaste?
—No —dijo Ajib, reticente a admitir la verdad ni ante ella ni ante sí mismo—. Me lo dieron.
—¿Un préstamo, entonces?
—No, no hace falta que lo devolvamos.
—¿Y tú no quieres devolverlo? —Taahira estaba pasmada—. Entonces, ¿estás conforme con que ese otro pagase nuestra boda y mi rescate? —Parecía al borde de las lágrimas—. ¿Soy tu esposa o la de ese otro hombre?
—Eres mi esposa —dijo él.
—¿Cómo voy a ser tu esposa cuando le debo la vida a otro?
—No dejaré que dudes de mi amor —dijo Ajib—. Te juro que le devolveré el dinero, hasta el último dírham.

De manera que Ajib y Taahira se mudaron de nuevo a la antigua casa y empezaron a ahorrar. Se pusieron a trabajar los dos para el hermano boticario de Taahira, y cuando acabó convirtiéndose en perfumero para los ricos, Ajib y Taahira se hicieron cargo del negocio de los remedios para enfermos.
Llevaban una buena vida, pero gastaban tan poco como les era posible, viviendo modestamente y reparando el mobiliario estropeado en lugar de comprarlo nuevo. Durante años, Ajib sonreía cada vez que echaba una moneda al cofre, diciéndole a Taahira que era un recordatorio de lo mucho que la valoraba. Decía que incluso una vez llenado el cofre, sería una fruslería a su lado. Pero no es fácil llenar un cofre si uno se limita a echar unas moneditas de vez en cuando, de modo que lo que comenzó como ahorro fue convirtiéndose paulatinamente en avaricia, y las decisiones prudentes fueron sustituidas por
decisiones tacañas. Peor aún: el afecto que sentían Ajib y Taahira el uno por el otro disminuyó con el tiempo y empezaron a guardarse rencor por el dinero que no podían gastar.

Así es como pasaron los años y Ajib se hizo viejo, a la espera de que le robaran el oro.

—Qué historia más triste y extraña —dije.
—Y tanto —contestó Bashaarat—. ¿Diría usted que Ajib obró con prudencia?
Vacilé antes de contestar.
—No me corresponde a mí juzgarlo —dije—. Tuvo que vivir con las consecuencias de sus actos, igual que yo he de vivir con las de los míos. —
Me quedé un instante callado, y luego dije—: Admiro la franqueza de Ajib por contarle a usted todo lo que había hecho.
—Ah, pero Ajib no me contó esto de joven —respondió Bashaarat—.

Después de que emergiera por la Puerta con el cofre a cuestas, no volví a verlo hasta veinte años más tarde. Ajib era un hombre mucho más viejo cuando vino a visitarme de nuevo. Había vuelto a casa y le había desaparecido el cofre; saber que había saldado su deuda le hizo sentir que podía contarme todo lo sucedido.


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