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lunes, 26 de septiembre de 2022

El Comerciante Y La Puerta Del Alquimista



Oh, poderoso califa y líder de los fieles, me humillo ante el esplendor de tu presencia; un hombre no puede esperar mayor bendición mientras camine por este mundo. La historia que tengo que contar es verdaderamente extraña, y si hubiese de tatuarse en su totalidad en el rabillo de nuestro ojo, el prodigio de su ejecución no excedería al de los acontecimientos relatados, puesto que es una advertencia para todo aquel susceptible de ser advertido y una lección para todo aquel susceptible de aprender de ella.

Me llamo Fuwaad ibn Abbas, y nací aquí en Bagdad, Ciudad de la Paz. Mi padre era comerciante de grano, pero durante la mayor parte de mi vida he trabajado como proveedor de tejidos de calidad, comerciando con seda de Damasco, lino de Egipto y bufandas de Marruecos brocadas en oro. El negocio era próspero, pero tenía yo un corazón inquieto, y ni la acumulación de lujos ni la donación de limosnas lo calmaba. Ahora me presento ante ti sin un solo dírham en el monedero, pero estoy en paz.
Alá es el principio de todas las cosas, pero, con el permiso de Su Majestad, comienzo mi historia por el día en que di un paseo por el distrito de los herreros. Necesitaba comprar un regalo para un hombre con el que tenía que hacer negocios, y me habían dicho que sabría apreciar una bandeja de plata. Después de trastear durante media hora, me di cuenta de que una de las tiendas más grandes del mercado había cambiado de propietario. Era un puesto bien situado que debía de haber sido costoso adquirir, así que entré a examinar su mercancía.

Jamás había visto una selección de artículos tan asombrosa. Cerca de la entrada había un astrolabio equipado con siete discos con incrustaciones de plata, un reloj de agua que daba la hora y un ruiseñor de latón que trinaba cuando soplaba el viento. En el interior había mecanismos incluso más ingeniosos, y los estaba observando atentamente como un niño observa a un malabarista cuando un anciano hizo su aparición desde una puerta al fondo.


—Bienvenido a mi humilde tienda, señor mío —dijo—. Me llamo Bashaarat. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Tiene usted unos artículos extraordinarios a la venta. Yo trato con comerciantes de todas partes del mundo, y sin embargo no había visto nunca algo semejante. ¿Dónde, si puedo preguntar, adquiere usted su mercancía?
—Le agradezco sus amables palabras. Todo lo que ve se ha fabricado en mi taller; o bien lo he hecho yo o bien mis ayudantes bajo mi supervisión.

Me impresionó que aquel hombre pudiera estar versado en tal variedad de artes. Le pregunté por los diferentes instrumentos de su tienda y lo escuché disertar con erudición sobre astrología, matemáticas, geomancia y medicina. Estuvimos hablando durante más de una hora, y mi fascinación y mi respeto
florecieron como una planta entibiada por el amanecer, hasta que mencionó sus experimentos de alquimia.

—¿Alquimia? —dije. Esto me sorprendió, porque no parecía de los que hacen declaraciones tan rotundas—. ¿Quiere decir que es capaz de convertir un metal en oro?
—Puedo, mi señor, pero eso no es, de hecho, a lo que la mayoría aspira en el ejercicio de la alquimia.
—¿A qué aspira la mayoría en la alquimia, entonces?
—Se aspira a encontrar una forma de obtener oro más barata que la excavación minera. La alquimia describe, sí, medios para crear oro, pero el procedimiento es tan arduo que, por comparación, excavar bajo una montaña es tan fácil como arrancar melocotones de un árbol.
Sonreí.
—Una respuesta inteligente. Nadie podrá negar que es usted un hombre docto, pero yo sé que no conviene dar crédito a la alquimia.

Bashaarat me miró y sopesó la situación.
—Hace poco he construido algo que quizá lo haga cambiar de opinión. Sería usted la primera persona a quien se lo enseño. ¿Le apetecería verlo?
—Sería todo un placer.
—Por favor, sígame.

Me condujo a través de una puerta en la trastienda. La siguiente sala era un taller decorado con aparatos cuya función me fue imposible adivinar — barras de metal envueltas en una cantidad de hilo de cobre que podría extenderse hasta el horizonte, espejos engastados en una losa circular de granito flotando sobre mercurio—, pero Bashaarat pasó de largo sin mirarlos siquiera.

Lo que hizo fue llevarme hasta un pedestal macizo que me llegaba a la altura del pecho sobre el que se sostenía en vertical un robusto aro metálico. La abertura del aro era de una anchura de dos palmos, y el borde tan grueso que pondría en un aprieto al más forzudo si tratase de levantarlo. El metal era negro como la noche, pero estaba tan pulido que, de haber sido de otro color, podría haber hecho las veces de espejo. Bashaarat me invitó a ponerme delante de manera que viese el aro de perfil, mientras él se colocaba junto a la abertura.

—Por favor, observe —dijo.

Bashaarat metió un brazo a través del aro desde el lado derecho, pero el extremo no apareció por la parte izquierda. En lugar de eso, fue como si se lo hubieran cortado a la altura del codo; agitó el muñón arriba y abajo y entonces sacó el brazo intacto. No me esperaba ver a un hombre tan docto realizando un truco de ilusionista, pero estaba bien resuelto, así que aplaudí cortésmente.

—Ahora espere un momento —dijo dando un paso atrás.

Esperé, y he aquí que un brazo surgió del aro por el lado izquierdo, sin un cuerpo que lo sostuviese. La manga coincidía con la túnica de Bashaarat. El brazo se agitó arriba y abajo y luego desapareció por el hueco del aro. El primer truco se me antojó una pamema ingeniosa, pero este otro parecía muy superior, porque el pedestal y el aro eran claramente demasiado estrechos como para ocultar a una persona.

—¡Muy ingenioso! —exclamé.
—Gracias, pero no se trata de mera prestidigitación. El lado derecho del aro le lleva algunos segundos de ventaja al lado izquierdo. Pasar a través del aro supone cruzar ese lapso en un instante.
—No comprendo —dije.
—Deje que repita la demostración.

De nuevo metió un brazo por el aro, y el brazo desapareció. Sonrió y tiró adelante y atrás como si jugase a estirar la soga. Luego sacó el brazo otra vez y me ofreció la mano con la palma abierta. Sostenía un anillo que reconocí.

—¡Ése es mi anillo! —Me inspeccioné la mano y vi que seguía teniendo el anillo en el dedo—. 
Ha hecho aparecer una réplica.
—No, en realidad, ése es su anillo. Espere.

De nuevo, un brazo apareció estirándose por el lado izquierdo. Deseando descubrir el mecanismo del truco, me apresuré a agarrarlo por la mano. No era una mano falsa sino un apéndice caliente y vivo como el mío. Tiré de la mano y la mano tiró de mí. Entonces, hábil como la de un carterista, la mano hizo deslizarse mi anillo por el dedo y el brazo se retiró por el aro desvaneciéndose por completo.

—¡El anillo ha desaparecido! —exclamé.
—No, mi señor —dijo él—. Su anillo está aquí. —Y me dio el anillo que sostenía en la mano—. Perdóneme el jueguecito.
Me lo volví a poner en el dedo.
—El anillo lo tenía usted antes de que desapareciera de mi mano.
En ese momento un brazo apareció esta vez por el lado derecho del aro.
—¿Qué es esto? —exclamé. De nuevo lo reconocí como suyo por la manga antes de que se retirase, pero no había visto que lo metiese antes.
—Recuerde —dijo—, el lado derecho va por delante del izquierdo.
Y se acercó al lado izquierdo del aro, metió el brazo a través y de nuevo desapareció.

Sin duda Su Majestad ya lo habrá captado, pero yo no lo entendí hasta entonces: lo que quiera que sucediese en el lado derecho del aro era complementado, unos segundos después, por un acontecimiento en el lado izquierdo.
—¿Se trata de brujería? —pregunté.
—No, mi señor, nunca me he encontrado con un djinn, y si se diera el caso no confiaría en que obedeciese mis órdenes. Esto es una forma de alquimia.

Me dio una explicación, me habló de su búsqueda de diminutos poros en la piel de la realidad, como los agujeros que excavan los gusanos en la madera, y de cómo después de encontrar uno fue capaz de expandirlo y ensancharlo igual que un soplador de vidrio convierte un pegote de cristal fundido en un largo tubo, y de cómo luego dejó que el tiempo fluyese como agua por una de las embocaduras mientras que solidificaba la otra como jarabe. Confieso que no comprendí del todo sus palabras y que no puedo
atestiguar su veracidad. Lo único que pude decir en respuesta fue:

—Ha creado usted algo verdaderamente asombroso.
—Gracias —dijo él—, pero esto no es más que un simple preludio de lo que quería enseñarle.
Me invitó a seguirlo hasta otra habitación, más al fondo. Allí había colocada en el centro una puerta circular con un enorme marco hecho del mismo metal negro y pulido.
—Lo que le he enseñado era una Puerta de Segundos. Ésta es una Puerta de Años. Los dos lados de la puerta están separados por un intervalo de veinte años.

Confieso que no entendí su comentario de inmediato. Me lo imaginé metiendo el brazo por el lado derecho y esperando veinte años hasta que emergiera del lado izquierdo, y se me antojó un truco de magia muy enrevesado. Algo así dije, y él se echó a reír.
—Ése sería un posible uso, pero plantéese qué sucedería si atravesara la puerta. —Delante del lado derecho, me hizo un gesto para que me acercase, y entonces señaló a través de la puerta—. Mire. 
Miré y vi que al otro lado de la habitación parecía haber alfombras y cojines distintos de los que había visto al entrar. Moví la cabeza de lado a lado y me di cuenta de que cuando miraba a través de la puerta estaba viendo una habitación distinta a aquella en la que me encontraba.

—Está usted viendo la habitación dentro de veinte años —dijo Bashaarat.
Me quedé estupefacto, como le pasaría a cualquiera ante un espejismo de agua en el desierto, pero la visión persistía.
—¿Y dice usted que podría atravesarla? —le pregunté.
—Podría. Y con ese paso visitaría usted el Bagdad de dentro de veinte años. Podría buscar a una versión más vieja de usted mismo y sostener una conversación. Después, podría atravesar de nuevo la Puerta de Años y volver al día de hoy.
Al oír las palabras de Bashaarat sentí una especie de vértigo.
—¿Usted lo ha hecho? —le pregunté—. ¿Usted la ha atravesado?
—Pues sí, y también numerosos clientes míos.
—Antes dijo usted que yo era el primero a quien le enseñaba esto.
—Esta Puerta sí. Pero durante muchos años tuve una tienda en El Cairo, y fue allí donde construí la Puerta de Años. Les enseñé la Puerta a muchos, y muchos hicieron uso de ella.
—¿Qué sacaron de hablar con sus yos más viejos?
—Cada persona saca algo distinto. Si lo desea, puedo contarle la historia de una de esas personas.
Bashaarat procedió a contarme una historia, y si le place a Su Majestad, yo la repetiré aquí
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