Pocos términos hay más evocadores de lo misterioso, lo secreto, lo oculto, que la palabra “alquimia". Su sola mención despierta imágenes de laboratorios en penumbra, vapores opalinos que dispersan la tenue luminosidad que proviene de los hornos, matraces en los que hierven líquidos glaucos que apenas nos permite distinguir la ajada figura del alquimista inclinado sobre sus libros, el señor de un territorio de fantasía y magia la ciencia medieval por excelencia. Ciencia y arte, la alquimia se erige como el más profundo símbolo del conocimiento hermético, aquel que trasciende la mera experimentación material para devenir en una verdadera transformación del alma.
Considerada durante siglos una disciplina esotérica, vinculada a la gran tradición sapiencial de la humanidad, la alquimia ha sido malinterpretada como mera predecesora de la química, reducida a la búsqueda ingenua de la transmutación de metales. Sin embargo, en su lenguaje velado se esconde una metafísica de la materia y del espíritu, un arte que entrelaza el macrocosmos y el microcosmos en la danza eterna de la evolución y el retorno. Su influencia se extendió a lo largo de milenios, y a pesar de haber sido practicada en su mayoría por hombres, es innegable la huella de la mujer en su desarrollo, no solo como presencia simbólica sino también como artífice de sus secretos más profundos.