Desde mis 12 años he tenido una gran obsesión que ha durado muchos años (diría que hasta hoy no se ha ido completamente). En ese entonces era el lenguaje de las flores; ahora, en sí, hablo de las flores y su naturaleza: la mecánica floral. No sé en qué momento de la vida dejamos de prestar atención a las cosas bellas y simples que siempre nos rodean, como las flores que nacen en cualquier parte del mundo. Recuerdo que me deleitaba verlas, descubrirlas, fotografiarlas, categorizarlas, pintarlas, y bueno, he vuelto a esa obsesión que me ha guardado por años. Pero en esta oportunidad, desde el estudio y de la mano de Maurice Maeterlinck y su maravilloso y amado libro “La Inteligencia de las Flores”. Y sí, mientras el mundo arde (sin necesidad de ignorar o evitar la cruda dosis de la realidad), qué mejor que las flores para explicar la naturaleza de las cosas; es en ellas donde se concentra el esfuerzo de la vida hacia la luz y hacia el espíritu.
“Designa la “idea fija” floral de rebelarse, ascender, quebrar el estático destino vegetal y penetrar el mundo animado. Y aborda la obligatoria premisa de todo humano que ambiciona saborear lo vivo: captarlo (entenderlo: intelligere) en su dinámica específica.".
Hay un momento, breve pero sagrado, en que una flor se abre. Nadie lo ve del todo, porque sucede en el ritmo de lo lento, en la respiración secreta de la naturaleza. Y sin embargo, en ese gesto minúsculo —la inclinación de un tallo, la apertura de un cáliz, la torsión leve de un estigma buscando el sol—, se despliega una inteligencia antigua, callada y “sin" lenguaje.