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lunes, 21 de octubre de 2019

«Cien años de soledad»





La magia en Cien años de soledad no es la del gitano Melquíades, sino la de los “ilusionistas del derecho” que enredaron en un delirio hermenéutico a los trabajadores del banano para dejarlos sin nada, cuando se levantaron en protesta por sus condiciones laborales.

Ilusionismo, magia, pirotecnia y ficción, son términos que en Cien años de soledad se aplican con menos frecuencia a los habitantes de Macondo que a los técnicos de la compañía norteamericana que cambiaron el medio ambiente de la población o a los militares que realizaron el acto de “magia” de hacer desaparecer más de tres mil trabajadores y después convencer a todo el mundo de que aquí no ha pasado nada; que Macondo, que Colombia, es un pueblo feliz y que todo lo malo no ha sido más que un sueño.

La fantasía de las novelas de García Márquez son las de los presidentes con dolor de muelas que convencen a sus gobernados de que en el país reina un ambiente de paz, que el peligro fue conjurado, mientras por las noches siguen desapareciendo a los opositores y expoliando las tierras.
Es muy diciente de nuestra idiosincrasia que Colombia se siga enorgulleciendo e identificando con la famosa población de Macondo de Cien años de soledad, como si fuera una versión mágica y maravillosa de nosotros, cuando no es más que un ejemplo descorazonador de un fracaso histórico.

El realismo mágico es para vender un país lleno de mariposas amarillas, de doncellas que suben al cielo en cuerpo y alma o de lluvias de flores que caen espontáneamente del cielo.
Este exotismo simplista ha sido el mismo que desde hace siglos ha estereotipado al continente suramericano como una tierra pintoresca, por fuera de la historia y de la modernidad: unos nativos amables y serviciales que atienden como a reyes a los turistas con piel de camarón, cargando en sus cabezas canastas de frutas.
A punta de definirnos como mágicos y maravillosos, se nos ha infantilizado como buenos salvajes corriendo en playas paradisiacas, mientras que los centros de pensamiento que definen el futuro económico y político del planeta pertenecen, evidentemente, a las grandes potencias.

Ese es, amigos, el nudo de nuestro “realismo mágico”.

Si alguna vez Gabriel García Márquez escribió esta historia lo hizo tal vez esperando que algún día este ciclo inmemorial de muerte, engaño y frustración fuera arrasado por un viento que arrancara de tajo nuestros errores históricos, y no para que después nos festejáramos en nuestra idiotez sin pasado, haciendo de la ignorancia, felicidad, y de nuestra capacidad para ser engañados, un incentivo turístico.
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