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domingo, 16 de marzo de 2025

LA MUJER EN LA ALQUIMIA

Sobre su pecho está el verdadero Sol, sobre su vientre, la Luna, su corazón da luz a las estrellas y planetas, cuya influencia, infundida en su pecho por el espíritu mercurial (llamado por los filósofos el espíritu de la Luna) es enviada al mismo centro de la tierra, su pie derecho se posa en la tierra y el izquierdo en el agua, mostrando así la conjunción del azufre con el mercurio, sin la que nada podría ser creado.
(Robert Fludd. Utriusqui Cosmi Historia, 1617-1619)
Sobre su pecho está el verdadero Sol, sobre su vientre, la Luna, su corazón da luz a las estrellas y planetas, cuya influencia, infundida en su pecho por el espíritu mercurial (llamado por los filósofos el espíritu de la Luna) es enviada al mismo centro de la tierra, su pie derecho se posa en la tierra y el izquierdo en el agua, mostrando así la conjunción del azufre con el mercurio, sin la que nada podría ser creado''. 

Pocos términos hay más evocadores de lo misterioso, lo secreto, lo oculto, que la palabra alquimia". Su sola mención despierta imágenes de laboratorios en penumbra, vapores opalinos que dispersan la tenue luminosidad que proviene de los hornos, matraces en los que hierven líquidos glaucos que apenas nos permite distinguir la ajada figura del alquimista inclinado sobre sus libros, el señor de un territorio de fantasía y magia la ciencia medieval por excelencia. Ciencia y arte, la alquimia se erige como el más profundo símbolo del conocimiento hermético, aquel que trasciende la mera experimentación material para devenir en una verdadera transformación del alma.

Considerada durante siglos una disciplina esotérica, vinculada a la gran tradición sapiencial de la humanidad, la alquimia ha sido malinterpretada como mera predecesora de la química, reducida a la búsqueda ingenua de la transmutación de metales. Sin embargo, en su lenguaje velado se esconde una metafísica de la materia y del espíritu, un arte que entrelaza el macrocosmos y el microcosmos en la danza eterna de la evolución y el retorno. Su influencia se extendió a lo largo de milenios, y a pesar de haber sido practicada en su mayoría por hombres, es innegable la huella de la mujer en su desarrollo, no solo como presencia simbólica sino también como artífice de sus secretos más profundos.

La mujer en la alquimia no es solo imagen: es principio, matriz y dinamismo de la Gran Obra. En su iconografía, la mujer encarna la naturaleza misma, el sustrato primordial sobre el cual se opera la transformación. En su más alta expresión, se convierte en el principio vital que anima el cosmos entero. Desde esta perspectiva, ¿no podríamos ver su protagonismo en la alquimia como una reelaboración del milenario concepto de la Diosa Madre, aquella que preside los misterios de la generación y la transmutación? Más aún, la alquimia proporcionó un espacio en el que la figura femenina emergió con una dignidad singular, influyendo en la percepción de la mujer dentro de una sociedad dominada por el pensamiento patriarcal. 

Eugène Canseliet, maestro alquimista del siglo XX, rescató en sus escritos la memoria de algunas de las más destacadas alquimistas de la historia. Entre ellas, María la Judía, del siglo III, Martine de Bertereau y la reina Cristina de Suecia, ambas del siglo XVII, y Mary Anne Atwood, autora del siglo XIX que contribuyó al resurgimiento de la alquimia. Aunque los testimonios históricos sobre mujeres dedicadas al Arte Hermético son escasos, los textos alquímicos están impregnados de su presencia simbólica, reflejando el reconocimiento de su papel como mediadoras del conocimiento oculto y como expresiones de la materia prima en su camino hacia la perfección.

María la Judía

Los orígenes de la alquimia en mundo occidental se sitúan en el Egipto greco-romano, en los primeros siglos de la era cristiana. El personaje real más antiguo de entre aquellos primeros practicantes de la alquimia es María la Hebrea, o María la Judía, que además es la primera mujer judía en la historia de la que conocemos escritos publicados con su nombre. No obstante, sus textos originales se han perdido, y lo que sabemos de ella y de sus obras procede de los extensos comentarios realizados por otros alquimistas, de los que los más antiguos son obra de Zósimo de Panópolis, que vivió en el Egipto helenístico en el siglo IV. Probablemente el aparato alquímico más famoso inventado por esta autora es el conocido como baño María, o baño de agua con el tribikos, un alambique en cuya parte superior, conocida como capitel, en donde condensan los vapores de la sustancia que se destila, están acoplados tres tubos para conducir el líquido condensado a un recipiente donde se recoge, mientras que los alambiques convencionales tienen un único tubo receptor. Otro instrumento específicamente diseñado para operaciones alquímicas descrito por María es el kerotakis que consiste esencialmente en un recipiente cilíndrico alargado en cuya parte inferior se introducía una sustancia que se deseaba vaporizar, y en la parte superior se colocaba una plancha perforada en la que se colocaba la sustancia, generalmente metales, que se deseaba exponer a la acción química de los vapores que procedían de la parte inferior, que, introducida en un horno, se mantenía a alta temperatura. María describe el uso de esos instrumentos en la Gran Obra, expresión con la que denomina el conjunto de los trabajos de laboratorio ejecutados por los alquimistas, cuyo puposito es un ennoblecimiento progresivo de la materia. En primer lugar, afirma que los secretos alquímicos le fueron revelados por Dios, y los alquimistas medievales considerarán efectivamente los conocimientos alquímicos como un verdadero “don de Dios”. Indica que la Gran Obra sólo puede realizarse en la primavera; los alambiques se emplean para obtener los “espíritus”, las sustancias volátiles que proceden de los “cuerpos”, “espíritus” asimilados al concepto de pneuma de la filosofía estoica, y los únicos capaces de actuar sobre la materia prima, una aleación de varios metales, que es expuesta a los vapores generalmente de azufre o de compuestos de arsénico en el kerotakis, sustancias ambas ricas en pneuma que van a facilitar la evolución de la materia. Ese proceso de transformación, el núcleo de la Gran Obra, transcurre a través de cuatro fases, cada una de las cuales se identifica por la aparición de un color específico, que se suceden según la secuencia negro, blanco, amarillo y, finalmente, rojo, la iosis, que marca la culminación de las operaciones alquímicas. Esas mismas etapas las encontraremos posteriormente en todos los textos de alquimia medieval. Los autores alquímicos árabes, que conocieron por primera vez la alquimia a través de fuentes griegas y siríacas, una vez que el Islam inicia su expansión desde la península arábiga hacia el norte y el oeste, tienen a María en gran consideración, citándola frecuentemente en sus obras. Además, ya que sostiene que Dios mismo le reveló secretos, se la consideró como una profetisa, y así se la consideró desde al menos el siglo XVI, refiriéndose a ella como María la Profetisa.

Martine de Bertereau, baronesa de Beausoleil, geóloga y alquimista

 Fue una pionera de la geología y la minería en Francia, considerada la primera mujer zahorí. A diferencia de la legendaria Perrenelle Flamel, dejó una huella histórica real, destacando por sus estudios sobre los recursos minerales del país. Nacida entre 1585 y 1590 en una familia noble, recibió una educación excepcional, dominando latín, hebreo y varias ciencias, especialmente mineralogía, considerada tradición hereditaria en su casa. En 1610 se casó con Jean de Châtelet, barón de Beausoleil, un geólogo que había recorrido Europa explorando minas. Juntos viajaron extensamente, incluso al Alto Perú, y en 1626 regresaron a Francia con el objetivo de revitalizar la minería, clave para la economía nacional. Sin embargo, enfrentaron la resistencia de nobles locales, que, temiendo perder privilegios, los acusaron de brujería por sus practicas alquimicas. Tras ser despojados de sus bienes en Bretaña, huyeron a Alemania, donde en 1629 el emperador Fernando II nombró a Châtelet comisario de minas en Hungría. En 1632 volvieron a Francia con el respaldo del emperador y un grupo de mineros. Bertereau escribió entonces la Verdadera declaración hecha al rey de Francia, defendiendo la importancia de su trabajo y desafiando los prejuicios de género. Aunque Luis XIII les confirmó su apoyo, la pareja continuó enfrentando obstáculos. En 1640, Bertereau apeló al cardenal Richelieu con la Restitución de Plutón, pero este la utilizó para encarcelarlos. Jean murió en la Bastilla en 1645, y Martine acusada de brujería, fue encarcelada y desapareció en prisión, víctima de la misma intolerancia que silenciaba a tantas mujeres sabias de su tiempo.

La alquimia y la minería están estrechamente relacionadas, ya que los alquimistas consideraban que la Tierra funcionaba como una matriz donde los metales se desarrollaban como embriones hasta convertirse en plata y oro, los más perfectos por su estabilidad. Esta idea era compartida por mineros y eruditos de la época, incluyendo a los esposos Beausoleil. En La Restitución de Plutón, la baronesa Beausoleil menciona un Espíritu Universal responsable de la transmutación de los metales, presente en un licor vaporoso que favorece su crecimiento. También sostiene que los antiguos alquimistas usaban esta sustancia para crear el Gran Elixir, capaz de curar enfermedades y perfeccionar metales impuros hasta convertirlos en oro, siguiendo teorías que se remontan a Jabir en el siglo VIII.

La reina Cristina de Suecia (1626-1689)

Educada con una formación excepcional en filosofía, teología, matemáticas y astronomía, desarrolló desde joven un profundo interés por la alquimia y el hermetismo. Aunque desconocía la existencia de la alquimista Martine de Bertereau, su camino la llevó a abrazar la misma tradición esotérica. Durante su reinado en Suecia, recibió alquimistas y estudió textos herméticos, pero la rígida ortodoxia protestante limitó su horizonte intelectual. En 1654 abdicó y se trasladó a Roma, donde consolidó su papel como mecenas y estudiosa de la alquimia. Cristina practicó activamente la alquimia en diversos laboratorios de Europa—Pesaro, Fontainebleau, Hamburgo—y en su propio palacio en Roma, donde trabajó con asistentes como Pietro Antonio Bandiera, Federico Gualdo y la enigmática alquimista “Sibila”. Su dedicación no se limitaba a la especulación filosófica: realizó experimentos, redactó manuscritos con dibujos de equipos de destilación y mantuvo correspondencia con notables alquimistas como Johann Kunckel y Rudolph Glauber. Su círculo en Roma incluía figuras clave como Massimiliano Palombara, autor de La Bugía y constructor de la célebre Puerta Mágica, inscrita con símbolos alquímicos que reflejan la tradición hermética compartida por Cristina y otros intelectuales barrocos. Su pensamiento se alineaba con la visión neoplatónica y estoica de la Alquimia como un sistema que unificaba la creación de la materia, la biología y la conexión entre el cosmos y el ser humano a través del Alma del Mundo. Lejos de ser una práctica marginal, la alquimia formaba parte del ambiente intelectual de la época, coexistiendo con el pensamiento científico emergente. Isaac Newton, por ejemplo, realizaba experimentos alquímicos en Cambridge mientras Cristina lo hacía en Roma. En este entorno, su relación con Athanasius Kircher revela la afinidad entre hermetismo y cosmología católica, donde la idea de una cadena de influencias desde el Creador hasta la materia encontraba eco en su obra.

Cristina murió en 1689, poco antes de que la alquimia fuera desplazada por la naciente ciencia moderna. No obstante, su legado refleja el último esplendor de una tradición en la que la materia y el espíritu aún se concebían como partes de una misma realidad en transformación. A través de estas figuras, podemos vislumbrar el papel de la mujer en la alquimia como mucho más que una simple metáfora. Su presencia no solo estructuró el simbolismo del Arte Hermético, sino que dejó una huella real en la evolución del pensamiento alquímico. 

Las representaciones simbólicas de la mujer en los textos alquímicos

Forman parte fundamental de su iconografía, transmitiendo tanto concepciones filosóficas como la práctica de laboratorio. A lo largo de la historia, la alquimia ha desarrollado un lenguaje visual propio, en el que la figura femenina adquiere significados múltiples y complejos. La mujer aparece frecuentemente junto al hombre en alusión a procesos de generación, como en el Rosarium philosophorum, atribuido a Arnau de Vilanova, o en Las doce claves de la filosofía, donde el rey y la reina representan alegóricamente los metales nobles, oro y plata. También simboliza principios activos masculinos y femeninos que, al combinarse en las llamadas "bodas alquímicas", dan lugar a transformaciones esenciales en el proceso alquímico. En otras imágenes, la mujer aparece en solitario como guía del alquimista, símbolo de la Naturaleza y del Espíritu del Mundo, concepto esencial de la tradición paracélsica, vinculado a Platón, los estoicos y Ficino. La alquimia, más que una ciencia, es un camino filosófico y espiritual que nos invita a descubrir, en la profundidad de la materia, el reflejo del espíritu y la eternidad del saber. En la mujer alquímica se resuelve la paradoja: lo mutable se torna inmutable, lo oscuro se ilumina, lo disperso se unifica en la piedra filosofal del conocimiento absoluto.