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jueves, 26 de marzo de 2020

En días de pandemia





Cuando quedamos expuestos a lo desconocido, el miedo y el pánico suelen ser las aldeas más cercanas en donde buscamos refugio. Refugio frente aquello que nos amenaza, pero que no podemos controlar: dónde, cuándo, cómo, quién nos contagiará. Aterradora incertidumbre. Frente a esto, el autoexilio es una obligación.


El Covid-19 nos ha recordado la fragilidad de nuestra existencia, también la vulnerabilidad de nuestro sistema social y económico. Solipsismo de unos, desunión de otros, pánico y terrorismo religioso. En este siglo, donde las luces del progreso resplandecen con el tacto, nuestra fragilidad es una herida para el orgullo de la razón. No ha sido el pathos del mosquito universal lo que nos ha enviado a casa, sino algo más diminuto, un virus. Entre el exagerado optimismo por la razón y el pesimismo de quienes proponen el olvido de la razón, después de veinticinco siglos, todavía nos queda el termino medio. El islote aristotélico.

El orgullo y el conocimiento se han convertido en la niebla que ha cegado nuestros ojos e infectado a los demás sentidos, eso nos recuerda Nietzsche en Sobre la verdad y la mentira. Seducidos y engañados construimos un altar para nosotros mismos bajo el firmamento. Si pudiéramos comunicarnos con un mosquito, dice Nietzsche, sabríamos que él también se considera el centro del universo. Un titilante «punto azul pálido» demandando atención. Vanidosa angustia. Para conocer nuestra condición humana es preciso saber el lugar que ocupamos en la naturaleza, porque cuando se quita el barniz de la civilización solo queda el hombre, desnudo y frágil.



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